por Juan Carlos García Cabrera
Una de las cuestiones más interesantes de la historia peruana de inicios del siglo XVII es la referente a las razones por las cuales la idolatría de los indios no fue denunciada antes de 1608. Si los indios del Arzobispado eran idólatras ¿cómo es que nadie se dio cuenta antes que Ávila? Sin embargo, es preciso matizar la formulación de esta pregunta. Así expuesta está, desde luego, mal formulada pues parecería sugerir que nadie sospechaba nada hasta que Ávila hizo la denuncia. Era evidente, tanto en la época, como ahora, que los remanentes de las antiguas creencias y prácticas de corte prehispánico no podían haberse extinguido en tan corto tiempo como esos setenta u ochenta años de evangelización. Por lo tanto no era una rareza encontrarse con prácticas idolátricas en muchos lugares. Arriaga lo señalaba ya en las primeras líneas de su libro con claridad: siempre se supo que en varias partes habían quedado “rastros de idolatría” (v. Extirpación de la idolatría del Pirú, ed. H. Urbano, p. 131).
El asunto radica en que la denuncia de Ávila y la campaña de 1609-1610 no señalaban la existencia de prácticas idolátricas aisladas, y por lo ende normales y aceptables, sino que acusaban la existencia de una idolatría generalizada. El descubrimiento de la idolatría andina en 1608, entonces, significaba la constatación del fracaso de la evangelización y la seria duda de si los indios eran realmente cristianos. Así, en 1614, el arzobispo Lobo Guerrero no dudaba en escribir al Rey que “todos” los indios del Perú estaban tan idólatras como cuando se conquistaron (ver referencia infra). Arriaga señalaba, por su parte, que de los indios debía decirse más propiamente que estaban tan sólo “baptizados” (loc. cit., p. 261).
La aparición, hace relativamente poco tiempo, de dos ediciones de la obra de Gerónymo Pallas, Misión a las Indias (1619, ver datos de edición infra), permite enriquecer la reflexión sobre estos temas y, en particular, sobre la cuestión del descubrimiento de la idolatría indígena. Entre los muchos datos nuevos que proporciona Pallas, hay una observación que llama poderosamente la atención. Refiriéndose a las dificultades y los frutos de la evangelización y la persistencia de la idolatría a inicios del siglo XVII escribe Pallas que los religiosos:
Ni tenían por vano su trabajo y cuidado porque veían con grande goço y alegría de sus almas que, las que poco antes perdidas en la gentilidad y vana idolatría y ignorantes de las cosas de la fe y del camino de su salvación reverenciavan a quien no devían, adoravan ya al pareçer al verdadero Dios, frequentavan su Iglesia, confessavan sus culpas y obedeçían a sus pastores, haziendo finalmente en lo esterior lo que hazen los buenos y fieles christianos; y dado que todavía quedaban algunos rastros de su antigua supertición, o por mexor dezir volvían a brottar de nuevo de las raíçes al pareçer cortadas, no les dava mucha materia de sentimiento, juzgando que como renuevos tiernos los yría chapodando fácilmente el cuchillo de la palabra de Dios, que se refrescava en sus almas (Pallas, Misión, p. 46, ed. Hernández Palomo).
Pallas sostiene aquí algunas cosas importantes. En primer lugar habla de logros, una especie de optimismo y, de lo que yo llamaría, una “voluntad burocrática”, es decir, el trabajo evangelizador había dado sus frutos, los indios aparentaban adorar a Dios, cumplían externamente sus obligaciones y parecían aplicados con sus deberes religiosos legalmente sancionados, haciendo “lo que hazen los buenos christianos”. He subrayado el aspecto externo. La razón de ello es que si bien ese aspecto externo era tranquilizador, era también engañoso, distrajo a los sacerdotes de la obligación de vigilar las prácticas paganas, los animó a subestimarlas y orientó la labor del cura a un plano de cumplimiento formal de las obligaciones. Los indios obedecían lo que les mandaban los curas, cumplían, y eso parecía suficiente. El cumplimiento externo de las obligaciones cristianas por los indios hizo creer a los sacerdotes que podían predicarles como si fuesen cristianos viejos, olvidando que el Perú era en esencia aún una tierra de misión. Sobre este punto escribió también Ávila en su famoso informe al virrey de 1616 (Parecer y arbitrio). Creo que es posible advertir una muestra de esta voluntad burocrática en el informe de visitas de Toribio Mogrovejo: en las actas de las dichas visitas hay un afán notorio por el cumplimiento de la norma, una obsesiva enumeración de millas recorridas, cifras apabullantes de confirmados y confesados, obstáculos vencidos, etc. Al leer las actas de estas visitas más parece que Toribio se moviese entre las montañas cántabras que en los Andes. Pero la realidad era bien distinta.
En segundo lugar, esta autocomplacencia cercenó cualquier intento o intención de comprender o extirpar prácticas “sospechosas”, dado que estas, de existir, se irían arreglando con el tiempo. Las “yría chapodando fácilmente el cuchillo de la palabra de Dios”.
En este ambiente no es de extrañar, pues, que indicaciones sobre los creencias y prácticas de corte gentílico que inventariaba, por ejemplo, el III Concilio limense, se considerasen a principios del siglo XVII como antiguallas, a pesar de que sabemos con certeza que esas prácticas se seguían realizando.
Me parece, por lo tanto, que lo anotado por Pallas permite desechar la interpretación ampliamente difundida de que Ávila habría denunciado, en esencia, algo que todo el mundo sabía para sacar provecho personal. Si su denuncia causó tanto impacto entre la sociedad virreinal de la época es justamente porque se consideraba aquello un problema superado. Más que hacer plata con los ídolos o lanzar su carrera con las idolatrías, lo que parece haber hecho Ávila es mirar un poco más allá de las apariencias.
Se comprende mejor, entonces, por qué no hubo denuncias antes de 1608. Era imposible entender, sin un cambio de percepción de lo que era –o debía ser– la cultura indígena, como el que Ávila realizó merced a sus investigaciones etnográficas, que la mayor parte de la población andina de la época continuaba fiel a sus tradiciones sin ver en ello contradicción ninguna con la observancia, más o menos correcta, de su nueva fe cristiana. Cristianos externamente intachables e idólatras sin cargos de conciencia.
Manuscritos y referencias bibliográficas:
Arriaga, Pablo Joseph de, Extirpación de la idolatría del Pirú, dirigido al Rey Nuestro Señor en su Real Consejo de Indias por –, ed. H. Urbano, Madrid, Ed. Idolatrica (en preparación).
Ávila, Francisco de, Parecer y arbitrio del Doctor Francisco Dávila, beneficiado de Huánuco y visitador de la idolatría para el remedio della en los indios de este arzobispado, Archivo del Convento de Santo Domingo (Lima), Libro 2º de Cédulas y Cartas Reales (Título actual: Miscelánea, ff. 272r-273r.).
Libro de visitas de Santo Toribio de Mogrovejo (1593-1605), Introducción, transcripción y notas de José Antonio Benito, Lima, Pontificia Universidad Católica del Perú-Fondo Editorial, 2006.
Lobo Guerrero, Bartolomé, “Carta al Rey de 20 de marzo de 1614″, Archivo General de Indias, Lima, 301.
Pallas, Gerónymo de, Mission a las Indias con advertencias para los religiosos de Europa que la huuieren de emprender, como primero se verá en la historia de un viage y despues en discurso, ed. y transcripción José Jesús Hernández Palomo, Madrid, Consejo Superior de Investigaciones Científicas – El Colegio de México – Università degli Studi di Torino, 2006.
– Mission a las Indias, ed. en formato CD Rom anexo a: Laurencich Minelli, L.; Numhauser, P., Sublevando el virreinato. Documentos contestatarios a la historiografía tradicional del Perú colonial, Quito, Abya-Yala, 2007. Esta transcripción de Paulina Numhauser se puede consultar en Internet: aquí.
Comentarios a “La idolatría de los indios y Gerónymo Pallas”
- Alexandre Coello de la Rosa 29/03/2011 at 8:45 pm |
A mí la cuestión económica tampoco me convence del todo. Creo que habría que enfocar el asunto desde una óptica más amplia. Para entender la participación de los jesuitas en las campañas de extirpación idolátrica hay que articularla con el ministerio de misiones volantes, tal como los jesuitas lo practicaban desde la década de 1570. Ya en tiempos de Acosta hubo un debate sobre la cuestión de las misiones volantes / misiones permanentes, que no desapareció. En este sentido, el trabajo de Aliocha Maldavsky es revelador. Los provinciales jesuitas no necesitaron el visto bueno del General, básicamente, porque las visitas de idolatrías, según Maldavsky, se consideraban como una variante de las misiones volantes habituales. Aquaviva trató de orientar la política misionera de la Compañía. Frente al decaimiento de las misiones, la participación de los jesuitas de Lima en la visita idolátrica podría ser interpretada como una forma de realizar su vocación misionera.
- Juan Carlos García 29/03/2011 at 10:05 pm |
¿Decaímiento de las misiones? No he visto las cifras ni el trabajo de Maldavsky aún, pero no tengo la sensación de que las misiones decaigan en el Perú. Eran casi rutinarias a juzgar por las anuas de inicios de siglo, pero es verdad que la extirpación ocasionó la necesidad de traer más gente, Pallas es el ejemplo. Pero al margen de esto: no son los jesuitas quienes empiezan las extirpaciones, de hecho ni hablan del tema antes de 1609. Los jesuitas, como todo el mundo, no se habían dado cuenta de la “idolatría generalizada”. Por lo tanto algo pasó en 1608-1609 que les “despertó la conciencia”, como diría Menchú. Lo que creo que pasó es que vino Lobo, que es quien daba las órdenes y marcó la nueva tendencia en la política eclesiástica del Perú. Lobo representaba Trento en estado puro y los jesuitas ya lo habían apoyado en Nueva Granada. Sólo se trajo su proyecto al Perú.
- Alexandre Coello de la Rosa 30/04/2011 at 10:14 pm |
Me refería sobre todo a la escasez de vocaciones misioneras. No es cierto que los jesuitas europeos que llegaban al Perú estuvieran entusiasmados por el ministerio de indios… Al igual que los criollos, la mayoría de ellos querían quedarse en Lima. La extirpación idolátrica de 1609 favoreció no sólo la continuidad de las misiones volantes, sino también la apuesta decidida por ese ministerio en los años venideros. Desde el provincial Alvarez de Paz sabemos que hubo muchos jesuitas contrarios a las misiones. No querían perder el tiempo aprendiendo las lenguas de los indios, o por lo menos, que algunos quedaran exentos de esa obligación para poderse dedicar a escribir. Pienso, por ejemplo, en el místico Juan de Alloza, que fue su discípulo. Había un gran debate en el seno de la Compañía sobre la importancia que debía otorgarse al ministerio de indios. Pienso que las campañas idolátricas comprometieron definitivamente a la Compañía con las misiones (volantes) en el arzobispado de Lima, que por otro lado, ya estaban desarrollando en otros lugares, como en el Cuzco, donde Gregorio de Cisneros, entre otros, llevaba años extirpando idolatrías en sus conocidas misiones volantes. Probablemente tienes razón, y Lobo Guerrero fue el detonante. Pero pienso que los jesuitas ya estaban debatiendo sobre esas cuestiones mucho antes de la llegada del arzobispo a Lima.
- Andrés Carrión Cueva 14/02/2012 at 4:32 pm |
Hasta hoy no puedo entender, cómo en un proceso de sometimiento total, la conversión religiosa era una “obligación”, pienso, que más bien, era el pretexto para justificar los distintos comportamientos negativos que se estaban dando en esa barbarie. Sin resentimientos
- Juan Carlos García 14/02/2012 at 5:23 pm |
No es buena idea proyectar a épocas pasadas nuestro concepto de libertad religiosa. Las cosas se veían de otro modo hace tres siglos. En el caso de los indios, la evangelización era considerada un derecho que tenían y del lado español casi una obligación. Sobre esto hubo mucha discusión. En cualquier caso, la conversión forzosa contradecía el evangelio mismo. Toda esa historia tiene bastantes matices. Reducir toda la empresa de la envangelización al provecho material, es decir, la plata, real o imaginaria, empobrece tristemente las cosas.